Seguridad

 En el centro estoy yo. Y a mi alrededor un círculo bailando una coreografía perfecta, diseñada para ser admirada. Me uno a ese baile preciso y todo está en sintonía. Me tropiezo y nadie se ríe, me cogen de la mano fuerte para que no me caiga. Puedo ser vulnerable, puedo ser yo misma porque ven más allá. Mi error no frena el frenesí de esa danza coordinada. Mi error no paraliza un ritmo imparable que se siente eterno.

Me voy y el baile sigue porque es permanente, es mágico.

Me detengo a observar el castillo que nos protege con sus altas murallas. No alcanzo a oír el ruido que pretende entorpecer la música. Me subo a lo más alto del castillo y abro la ventana para ver más allá. Escucho voces y gritos que se mezclan con la tormenta, pero no soy capaz de descifrar sus mensajes. Le pido por favor a una de esas figuras extrañas que se acerque a la puerta para entender lo que dice. Me aconseja cambiar de zapatos si quiero volver a ese baile, me dicta sus normas, las suyas, critica mi error, ese al que nadie del círculo pareció importar demasiado. Me despido con suma tristeza, poniendo en duda una vez más mi valor. Me acerco de nuevo al corro bailarín, y una mano me coge con confianza. Me preguntan qué ha pasado y se lo cuento todo con cierta vergüenza. Una voz se alza y me dice: “Las personas que estamos dentro de tu castillo somos las únicas que vemos tu esencia, todo lo demás es ruido. Que el baile siga”.


Con esta metáfora dibujo en mi mente la importancia de confiar en uno mismo, y sobre todo de darle importancia a lo verdaderamente importante. Todos tenemos un círculo bailarín, nuestro círculo de confianza. Pero es crucial construir un castillo para que, aunque el ruido de fuera sea inevitable, puedas filtrarlo. No es lo mismo una muralla hecha de madera, que cualquiera puede traspasar, que unas altas paredes de hierro macizo. No es lo mismo permitir que el ruido se filtre en esa perfecta coreografía, que poner atención y darte cuenta de que es tan fácil como apagar su interruptor. 

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